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LOS ABUELOS DE IQUIQUE NO SE OLVIDAN: CUANDO EL HOGAR CERRÓ, ÉL PERDIÓ SU CASA Y HALLÓ UNA NUEVA FAMILIA EN SANTIAGO

Cuando las puertas de su refugio en Iquique se cerraron de golpe por falta de recursos, él ya no tenía nada: ni familia que lo reclamara, ni un lugar al que llamar hogar, pero hoy, bajo otro cielo —el de Santiago—, canta, recuerda, llora, y vuelve a sentirse cuidado. Esta es la historia de Tersilio, un adulto mayor que sufrió el desplazamiento que marcó el fin del Hogar San Vicente de Paul de Iquique —y que gracias al destino, encontró refugio en el Hogar Betania.

A fines de 2022, la institución que había albergado a adultos mayores por décadas anunció que dejaría de existir: el Hogar San Vicente de Paul de Iquique cerraría sus puertas el 30 de noviembre. ¿La razón? Un déficit financiero insoportable que había vuelto insostenible su funcionamiento.

La noticia cayó como un puñal para sus residentes: 37 hombres y mujeres, muchos sin familia, autovalentes o semivalentes, que habían confiado en ese espacio para vivir sus días con dignidad.

Las autoridades regionales intentaron ofrecer soluciones: desde buscar financiamiento hasta explorar comodatos o transferencias de administración; sin embargo, al final, la decisión se impuso: el hogar cerró, y su histórico edificio —con décadas de historia, recuerdos, rostros y silencios— fue entregado al Obispado de Iquique, con la promesa de transformarlo en un centro pastoral.

El fin de ese hogar no era solo el cierre de un edificio: implicaba arrancar de raíz la vida de esas personas, su rutina, su comunidad, su seguridad.

“Aquí me quieren, aquí no me faltan el respeto” — un abuelo habla

Y en medio de ese éxodo forzoso apareció el relato de Tersilio, un sobreviviente de la marginación que rehusó ser olvidado. Como muchos en su situación, no tenía a nadie más que él mismo. Cuando supo que el hogar cerraba, el miedo lo invadió: ¿a dónde iría un viejo sin familia?

Pero la solidaridad —esa chispa que todavía resiste— lo llevó a Santiago, al Hogar Betania en Pudahuel. Allí encontró un nuevo techo, y algo que había estado ausente por años: el calor de una familia que lo acoge. “Aquí me respetan, me quieren; me dan de comer, me ponen en bicicleta, me escuchan cantar”, cuenta. Entre lágrimas, rememora su cama, su mamá, sus sueños.

Su voz —temblorosa, sincera— revela que lo que muchos ven como un trámite administrativo o una cifra no envejece: se llama dignidad, se llama afecto, se llama memoria.

El costo de la vejez y de la indiferencia

El cierre del hogar en Iquique no ha sido un caso aislado. En un país donde la población envejece aceleradamente, los centros de acogida se enfrentan a una crisis creciente: materiales, humanas, económicas.

Mantener a una persona mayor en cuidado institucional ya supera el millón de pesos mensuales —una carga que muchas familias y organizaciones simplemente no pueden asumir.

La consecuencia: hogares que cierran, edificios que cambian de manos, vidas que se rearman a medias, traslados que rompen historias, comunidades derrumbadas.

Un llamado urgente: recordar que detrás de cada “cierre” hay una persona

La historia de Tersilio —un hombre que perdió su hogar, pero no su dignidad— expone con crudeza la fragilidad del sistema de cuidados en Chile. No basta con estadísticas, campañas o donaciones: estamos ante un deber moral como sociedad.

El cierre del Hogar San Vicente de Paul en Iquique no fue solo una noticia local: fue un símbolo del abandono silente, de la invisibilización de quienes ya no tienen voz. Y cuando alguien cuenta —con voz entrecortada y ojos húmedos— que hoy respira tranquilo, come, canta, recuerda: deja claro que detrás de cada adulto mayor hay una historia, un pasado, un derecho a ser visto.

Ese testimonio —el de Tersilio, pero también el de tantos otros— merece no solo compasión, sino compromiso: el compromiso de no permitir que un cierre signifique el olvido.

Belén Pavez G., Periodista y Locutora. Licenciada en Comunicación Social. Productora general y Directora de prensa en Vilas Radio. Música y Cat lover.

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