
Por momentos parecía una historia sacada de una serie de crimen latinoamericano, pero ocurrió en el norte de Chile. En medio del árido paisaje de Antofagasta, en el campamento “Mujeres cabeza de familia”, las autoridades descubrieron algo más que una precaria vivienda: un verdadero búnker subterráneo, construido con materiales sólidos, puertas reforzadas y una lógica de guerra. Desde allí —según la Fiscalía—, operaba una organización criminal integrada por seis ciudadanos extranjeros de distintas nacionalidades, dedicados al secuestro, tortura y tráfico de drogas.
El hallazgo fue el resultado de una operación encubierta que comenzó con un grito desesperado y una denuncia imposible de ignorar: un hombre ensangrentado, con quemaduras en el cuerpo y parte de una oreja arrancada, llegó tambaleando hasta un centro de salud. Era colombiano y dijo haber escapado de sus captores tras horas de horror. Su relato heló la sangre incluso de los investigadores más curtidos.
El secuestro que lo reveló todo
Según la investigación liderada por la unidad SACFI de la Fiscalía Regional de Antofagasta, la víctima fue retenida por la banda durante varias horas, amarrada, golpeada y sometida a torturas con calor y electricidad. En cada interrogatorio improvisado, los agresores buscaban castigo o sumisión. La escena, descrita por los peritos, mostraba rastros de violencia inusitada: cables quemados, instrumentos metálicos, y un colchón manchado que hablaba por sí solo.
Fue en un descuido —cuando uno de los atacantes salió a vigilar el exterior— que el hombre consiguió romper sus ataduras y huir, descalzo, entre los pasillos de tierra y planchas oxidadas del campamento. Aquella fuga no solo le salvó la vida: también abrió el camino a una de las investigaciones criminales más impactantes de los últimos años en la región.
El refugio fortificado
Con el testimonio de la víctima, Carabineros del OS7 y OS9 desplegó un operativo coordinado en distintos puntos de la ciudad. Lo que encontraron superó cualquier expectativa: estructuras reforzadas tipo búnker, diseñadas para resistir allanamientos, con compartimentos ocultos que servían para almacenar droga, dinero y armas.
El lugar —una suerte de fortaleza clandestina incrustada en la pobreza del campamento— era también el refugio donde la banda planeaba sus movimientos. Según el Fiscal Regional, Juan Castro Bekios, los imputados habían levantado una red delictual “capaz de intimidar y someter a todo aquel que se opusiera a su dominio”.
“Este grupo no solo traficaba drogas: también imponía su ley a sangre y fuego. Lo que encontramos demuestra un nivel de organización y brutalidad alarmante”, sostuvo el persecutor.
La caída
La detención no fue sencilla. Los seis involucrados —entre ellos colombianos, venezolanos y un ecuatoriano— habían escapado hacia el sector de Punta Itata, intentando evadir el cerco policial. Sin embargo, el rastreo satelital y el trabajo de inteligencia terminaron por acorralarlos. En la madrugada, patrullas y drones rodearon la vivienda donde se ocultaban. No hubo tiempo para huir. Fueron arrestados sin resistencia, aunque uno de ellos alcanzó a destruir parte de un teléfono con información clave.
El operativo dejó evidencia contundente: sustancias ilícitas, teléfonos encriptados, y planos del campamento donde se señalaban “zonas seguras” y “rutas de escape”. Todo apuntaba a una organización con jerarquía, recursos y control territorial.
Terror en la sombra del desierto
La Fiscalía formalizó a los detenidos por asociación criminal y secuestro agravado, solicitando su prisión preventiva por considerarlos un peligro para la seguridad pública. El tribunal accedió sin titubeos. El caso —que estremeció incluso a las autoridades nacionales— abrió una investigación de 90 días para rastrear posibles vínculos con otras células delictivas del norte del país.
En el campamento, el silencio pesa. Las familias, muchas de ellas migrantes que llegaron buscando una oportunidad, temen hablar. “Aquí se sabía que había gente peligrosa, pero nadie se metía con ellos”, confesó una vecina bajo reserva. “Construyeron muros, pusieron fierros y cámaras. Era como una cárcel dentro del campamento”.
Una historia que duele y alarma
Lo que ocurrió en Antofagasta es, para muchos, el reflejo de una nueva realidad criminal que combina la marginalidad con estructuras de poder propias del narcotráfico internacional. Un “búnker del horror” en pleno desierto, un secuestro digno de película y una ciudad que despierta entre el miedo y la incredulidad.
En medio del polvo, el eco de la violencia aún resuena. Y mientras la justicia avanza, Antofagasta vuelve a ser escenario de un drama que combina la miseria, la impunidad y la brutalidad sin fronteras.