
En Alto Hospicio, cuando suena la campana del mediodía, no todos los niños salen al recreo. Algunos deben dejar la sala de clases para que otros, sus propios compañeros, puedan ocupar el pupitre en la jornada de la tarde. Sus mochilas quedan medio abiertas, los cuadernos sin terminar y las matemáticas convertidas en un ejercicio incompleto. Así se escribe, a medias, el aprendizaje de cientos de estudiantes que ya han perdido 54 días enteros de escuela.
La denuncia no vino de políticos ni de gremios, sino de quienes conviven con la herida día a día: las profesoras. María Teresa Romero, María Paz Larraín e Ignacia Godoy, quienes decidieron escribir una carta al director de El Mercurio para encender la alarma. Allí advierten que en comunas como Alto Hospicio, Copiapó y Antofagasta, los niños más vulnerables han visto recortada su jornada escolar bajo la justificación de “emergencias de matrícula”.
“El costo es brutal: 380 horas perdidas al año, equivalentes a casi tres meses de clases borrados del calendario”, redactaron con indignación.
El calendario mutilado
El número golpea como una bofetada: 54 días menos de escuela. No se trata de una cifra fría en un informe ministerial, sino de 54 amaneceres en los que un niño no aprendió a dividir, no pudo leer un cuento completo, no resolvió un problema de física, ni preguntó con inocencia por qué la luna se esconde en el día.
«El Ministerio de Educación, en lugar de ampliar la oferta frente a la falta de matrícula, resolvió partir la jornada en dos. Mitad de tiempo, mitad de contenidos. La promesa de garantizar el derecho a la educación se volvió una fórmula irónica: dar menos para justificar que se está dando algo», acusan.
Las madres, las primeras en pagar
Detrás de cada hora perdida hay una familia que ajusta su rutina con alfileres. Las madres —las primeras en cargar con la improvisación estatal— se ven obligadas a reorganizar sus trabajos y su vida doméstica para acompañar turnos escolares que nadie pidió. El costo es económico, emocional y social.
Las profesoras advierten que esta fractura del calendario no solo se traduce en aprendizajes incompletos, sino en consecuencias más duras: riesgo de deserción, mayor exposición a drogas y delincuencia, y una precariedad que se profundiza generación tras generación.
Una deuda con el futuro
El golpe más profundo no está en el presente, sino en lo que vendrá. Un estudiante que no logra cubrir siquiera los contenidos mínimos de matemáticas o lenguaje ¿cómo enfrentará la PSU, cómo entrará a la universidad, cómo accederá a un trabajo digno?
La carta es clara: cada hora perdida es una oportunidad arrebatada. Los jóvenes del norte no reclaman privilegios, solo piden un año escolar completo, una sala de clases con continuidad, un derecho cumplido sin letra chica.
Un llamado urgente
“Estos jóvenes merecen un año escolar completo. Y lo merecen hoy”, concluyen las docentes en la misiva.
No es una cifra. No son 380 horas en un informe burocrático. Son vidas en desarrollo interrumpidas, futuros quebrados en silencio y un país que decide, una vez más, recortar el aprendizaje de quienes menos tienen.
En las salas de Alto Hospicio, Copiapó y Antofagasta, los relojes siguen corriendo. Y cada minuto sin clases es un pedazo de futuro que se desvanece.